En la antigüedad las principales fiestas del pueblo Judío eran la Pascua, Pentecostés y Tabernáculos.
Más recientes, aunque también importantes en tiempos de Jesús, son el Día de la expiación, el Día de la dedicación y los Purim [1].
Junto a estas festividades anuales hay que mencionar, por su importancia en la vida religiosa, el sábado y las neomenias.
El sábado era el día de la semana consagrado a Dios, en el que se conmemoraba la Alianza de Dios con su pueblo y la misma creación; su observancia está prescrita en el Decálogo.
Además del descanso de todo trabajo había una mayor actividad cultual en el Templo; a los sacrificios cotidianos se añadía el sacrificio de dos corderos, junto con una ofrenda. De esta forma, los sacrificios cotidianos se doblaban en sábado.
La neomenia o día de luna nueva era el primer día del mes, teniendo en cuenta que en Israel se sigue el calendario lunar. Estaba mandado que ese día hubiera un solemne holocausto de toros y carneros, junto con un sacrificio por el pecado. Como en el sábado, se observaba el descanso y era un día dedicado a alabar el nombre de Dios ya agradecer los beneficios divinos. Aunque su celebración fue decayendo, todavía se menciona en el Nuevo Testamento.
Las fiestas, por su parte, eran unos momentos privilegiados, distribuídos a lo largo del año, para revivir y agradecer los dones y la protección que Dios había dispensado a su pueblo.
Algunas tenían un carácter más profano, como la fiesta de los Purim, que se celebraba los días 14 y 15 del mes de Adar (febrero-marzo) y era precedida de un ayuno el día 13. En ella se recordaba que Dios había librado a su pueblo cuando éste se encontraba en situaciones muy difíciles. Para actualizar esta enseñanza se leía en las sinagogas el libro de Ester que narra la liberación de los judíos que vivían en Persia de las manos de su enemigo Amán, ministro del rey Asuero, gracias a Ester y Mardoqueo.
El nombre de la fiesta responde al modo en que Amán había establecido el día de la matanza de los judíos: lo había echado a suertes entre varios meses; la palabra hebrea purim significa precisamente "suertes".
Esta fiesta era la menos religiosa y no parece que tuviera especial relevancia en la Palestina del Nuevo Testamento.
Había otras fiestas de carácter entrañable y alegre, como la fiesta de la Dedicación (Janukah) que conmemoraba el día en que Judas Macabeo purificó el Templo de Jerusalén profanado tres años antes (en el 167 a.C.) por Antíoco IV Epifanes. El mismo Judas estableció que todos los años, el
25 del mes de Kisleu (diciembre), se celebrara la efemérides del gran acontecimiento.
En tiempos de Jesús se le daba también el nombre griego de fiesta de las Encenias (enkainia = inauguración). Ese día se ofrecían sacrificios en el Templo y se organizaban procesiones en las que se cantaban himnos y salmos. Se encendían muchas luces para iluminar el Templo, las sinagogas y las casas, por lo que fue llamada también "fiesta de las luces".
Hubo una fiesta que fue adquiriendo mayor relevancia de modo progresivo a los largo de la historia de Israel: es el Día de la expiación (Yom Kippur).
Se celebra el día 10 del mes de Tishré (Septiembre-octubre). Su principal característica era el elemento penitencial y su austera solemnidad. Se prescribía un ayuno riguroso y la abstención de toda clase de trabajos manuales. La fiesta tenía por finalidad borrar todos los pecados de la nación, incluidos los de los sacerdotes y los príncipes del pueblo, y expiar las faltas e impurezas que los sacrificios ordinarios no habían podido cancelar. Servía también para purificar el santuario de toda contaminación que el contacto con los hombres pecadores pudiera haber producido. En el Templo actuaba solamente el Sumo Sacerdote, con simples vestiduras sacerdotales de lino. Era el único día en el año en que podía entrar en el "Santo de los santos". En primer lugar el Sumo Sacerdote sacrificaba un novillo por sus pecados personales y por los pecados del linaje sacerdotal. Entraba a continuación en el "Santo de los santos", donde, entre otros ritos, tenía especial importancia la aspersión del propiciatorio con la sangre del animal sacrificado. Salía luego para una nueva ceremonia: de entre dos machos cabríos se escogía a suertes uno, que se sacrificaba por los pecados del pueblo. El sumo sacerdote volvía a entrar con la sangre de este animal en el "Santo de los santos", y hacía una nueva aspersión sobre el propiciatorio. Luego, con la sangre del becerro y del macho cabrío, ungía el altar de los holocaustos. Después de haber salido del Templo, el sumo sacerdote imponía las manos sobre la cabeza del otro macho cabrío que no había sido sacrifica- do, indicando con ello que cargaba sobre él todos los pecados y faltas, voluntarios e involuntarios, de los israelitas. Este animal era llevado al desierto, donde quedaba abandonado. La celebración continuaba luego con algunas lecturas bíblicas relativas a la fiesta y la recitación de varias oraciones. El Sumo sacerdote, poniéndose las vestiduras sacerdotales solemnes, sacrificaba otros dos carneros en holocausto -uno por él y otro por el pueblo- y realizaba el resto de los sacrificios acostumbrados, despidiendo finalmente al pueblo con una bendición. El Día de la Expiación era el día en que Israel se reconciliaba con Dios. Devolvía al pueblo hebreo el carácter de pueblo santo, mediante el perdón de todo lo que podía separarlo de su Dios, de todos los pecados que habían sido cometidos durante el año y habían quedado sin reparación. Junto a estas fiestas de las que ya hemos hablado, estaban las tres grandes solemnidades del año: Pascua, Pentecostés y Tabernáculos.
La Pascua (Pésaj), que se celebraba junto con la fiesta de los Acimos, era la principal de las fiestas anuales. En la Pascua se revivía la antigua tradición acerca de la salvación del pueblo de Israel, cautivo en Egipto, cuando el ángel exterminador pasó de largo de las casas de los hebreos e hirió mortalmente sólo a los primogénitos de los egipcios.
Se celebraba el 14 de Nisán, es decir, el día del primer plenilunio de primavera.
La fiesta de los Acimos, que se celebraba a la vez, se caracterizaba por la consagración a Dios de las primicias de la nueva cosecha del año. Además, ambas fiestas se debían celebrar, según el rito oficial establecido después del Destierro, en Jerusalén, y comenzar la noche con la que se inicia el 14 de Nisán comiendo la cena pascual. Se prolongaban durante una semana en la que estaba prohibido comer pan con levadura e incluso mantener levadura en las casas. Los días más solemnes eran el primero y el último, así como el sábado que caía entre el 14 y el 21 de Nisán. En los primeros tiempos después del Destierro el banquete pascual se celebraba como se describe en el capítulo 12 del libro del Éxodo: de pie, aprisa, como dispuestos para el viaje.
Con la penetración de las costumbres helenistas fue tomando cada vez más un carácter festivo: se comía recostado [2], duraba varias horas, y se ajustaba a un detallado ritual. El cordero se tenía a punto desde cuatro días antes [3]. El día del banquete, se llevaba a hombros -si era sábado atado con una cuerda- al Templo poco después del medio día. Tras la ofrenda del sacrificio vespertino, sobre las 2:30 de la tarde, lo degollaba allí el padre de familia o su representante. En el lado norte del altar de los holocaustos había ganchos en paredes y columnas donde se colgaban los corderos, ya desangrados, para desollarlos y destriparlos. Las criadillas, los riñones, el hígado y las partes grasas se llevaban al altar de los holocaustos y se quemaban. El cordero limpio, envuelto en su piel, era llevado a hombros a casa. Allí se le introducía un palo y se asaba sobre un fuego de carbón vegetal.
Hoy día es posible reconstruir con bastante certeza el modo en que se desarrollaba la cena pascual judía en la época de Jesús [4].
La fiesta de las semanas (Shebuot), o de Pentecostés, se celebraba siete semanas después de la Fiesta de los Acimos y tenía por objeto dar gracias a Dios por la terminación de la cosecha de cereales (trigo, centeno y cebada). Los Acimos y Pentecostés estaban en estrecha relación, puesto que se celebraban respectivamente al comienzo y al final de la recolección de cereales con un intervalo de siete semanas [5]. Como en Pascua, también en esta fiesta debían comparecer en el Templo todos los varones del pueblo de Israel; por esto eran muy numerosos los peregrinos que de todas partes y de todas las comunidades judías esparcidas por el mundo acudían a Jerusalén para la fiesta. Desde poco antes de la época en la que vivió Jesús esta fiesta se había convertido en el memorial de la renovación de la Alianza del Sinaí. Se recordaba con alegría el don de la Ley y se renovaba el compromiso que supone la Alianza. El ambiente de Pentecostés era festivo y alegre; se multiplicaban en todas partes los bulliciosos banquetes sagrados en los que tomaba parte toda la familia, con siervos y huéspedes.
La fiesta de los Tabernáculos (Sukkot) era la tercera de las grandes fiestas del año. Todos los varones israelitas debían presentarse en el Templo de Jerusalén. Se denominaba también fiesta de la recolección y tenía un carácter muy alegre, pues se celebraba la feliz terminación de la recolección de todos los productos agrícolas. Tenía lugar del 15 al 22 del mes séptimo del calendario judío, que corresponde más o menos a nuestro septiembre-octubre. Eran días de regocijo y de acción de gracias por los frutos de la tierra que Dios había dado al pueblo de Israel. El nombre tiene su origen en los tabernáculos, tiendas, cabañas o chozas, que los israelitas acostumbraban a levantar en los campos y en las viñas para vivir en ellas durante los días de la recolección. Con el paso del tiempo se dio a este hecho una significación histórica y religiosa: las tiendas conmemoraban los años en los que los hebreos habitaron como nómadas durante su peregrinación por el desierto.
A lo largo de los siete días que duraba la fiesta los israelitas solían vivir acampados. Esta fiesta tiene particular interés para el Nuevo Testamento, ya que constituye el escenario de algunos episodios de la vida de Jesús, concretamente los que corresponden al capítulo 7 del Evangelio de San Juan:
“Estaba próxima la fiesta judía de los Tabernáculos. Entonces le dijeron sus hermanos: Márchate de aquí y vete a Judea, para que también tus discípulos vean las obras que haces” [6].
Jesús no quería ir en esa ocasión en medio del bullicio de las grande caravanas que se dirigían a Jerusalén, sino que prefirió ir más discretamente acompañado sólo por sus discípulos:
“Una vez que sus hermanos subieron a Jerusalén, entonces él también subió, no públicamente, sino a escondidas” [7].
Acerca del desarrollo de la fiesta de los Tabernáculos, se puede decir que en Jerusalén cada uno de los ocho días festivos el Sumo Sacerdote rociaba el altar de los holocaustos con una gran copa de agua traída de la piscina de Siloé, para recordar el agua que brotó milagrosamente en el desierto y para pedir a Dios el don de la lluvia.
Se entiende así que Jesús aproveche el ritual de la fiesta para trasmitir su enseñanza:
“En el último día, el más solemne de la fiesta, estaba a clamó: Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba quien cree en dice la Escritura, brotarán de su seno ríos de agua viva. Dijo esto del Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él” [8].
Otra costumbre de esta fiesta consistía en que la noche del se iluminaba el atrio de las mujeres con cuatro enormes lámparas, que reverberaban su claridad por toda Jerusalén, en recuerdo de minosa del Éxodo. También en este caso se entiende que, según el Evangelio
de San Juan, Jesús aprovechara el simbolismo de la luz en su predicación durante esos días:
“Yo Soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” [9].
[1] Una exposición detallada acerca de la celebración de las distintas fiestas religiosas en el Antiguo Israel puede verse en R. de VAUX, Instituciones del Antiguo Testamento, Barcelona 1964, pp. 610-648.
[2] Cfr. Jn 13, 23-25.
[3] Ex 12, 3.
[4] Cfr. H. HAAG, De la Antigua a la Nueva Pascua, Salamanca 1980, pp. 125-131.
[5] De ahí su nombre griego de Pentecostés = “quicuagésimo” día.
[6] Jn 7, 2-3.
[7] Jn 7, 10.
[8] Jn 7, 37-39.
[9] Jn 8, 12.
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